Una lágrima por Alí.

Una lágrima por Alí.

La abeja ya no pica/ La mariposa ya no vuela

Este artículo se publicó el lunes 24 de diciembre de 1984 en el diario venezolano El Nacional, de Caracas. Su autor es el periodista deportivo Jesús Cova, quien es también oficial de la Asociación Mundial de Boxeo (AMB) desde hace más de 20 años, exprofesor de Periodismo Informativo y de Opinión de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad Central de Venezuela y actualmente columnista del diario deportivo Líder.

El cronista tuvo la idea o la inspiración para el artículo en cuestión luego de haber visto sentado, en el lobby de un hotel de Las Vegas, Nevada, al “Más Grande”, rodeado de un grupo de admiradores, apenas unas pocas semanas después de haber sido prediagnosticado como aquejado del Mal de Parkinson.

El trabajo lo reproducimos como homenaje y apología de nuestra organización a uno de los más grandes y carismáticos púgiles de todas las épocas, con motivo de conmemorarse el 3 de junio de 2017 el primer año de su lamentable desaparición física. Nació en Louisville, Kentucky, el 17 de enero de 1942 y falleció en Scottsdale, Arizona.

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¿Era capaz, solo una de aquellas personas que se arremolinaban alrededor del hombre que hablaba, balbuceante, con voz inaudible, reconocer en esa mole de músculos ahora fláccidos a quien había sido la cuasi perfección física?

¿Era, ese hombre sentado allí, aquel que 24 años atrás, entonces un adolescente de 18 años llamado Cassius Marcellus Clay, su apelativo de nacimiento, había sembrado su nombre en la ilustre nómina de los campeones olímpicos, en Roma, como Semicompleto y quien, desde entonces, y con el correr del tiempo comenzó a ser conocido, ya como Muhammad Ali, por el mundo deportivo?

¿Era él, en verdad, aquel que, con la rebeldía tan propia de la juventud, había caminado un día hacia un pequeño puente, después de haber sido sacado de un restaurant exclusivo para la gente blanca, y quien desde ese pequeño puente y con los ojos nublados por el torrente de las lágrimas, había lanzado a las aguas burbujeantes del río la medalla de oro que, iluso, creyó era su credencial de acceso a cualquier sitio que eligiera para cenar, bailar o comprar ropa en los establecimientos exclusivos “para blancos”?

¿Ciertamente era ese hombre con ojos mortecinos, sin el brillo rutilante de otrora, el que estaba repitiendo las viejas y desgastadas palabras que tanto propaló al mundo del boxeo, y que conocen incluso quienes no tienen ninguna inquietud por el deporte, aquellas de “yo soy el más grande de todos y soy el más bello”?

¿ Podía ser, ciertamente, ese hombre que era mirado ahora y allí con conmiseración por su amigo de décadas, el reverendo Jesse Jackson, quien estaba diciéndole a todos, sin que ni uno solo de ellos le creyera, que “aplastaré a esa cosa. Volveré a ganar una vez más”, mientras se remecía en el asiento y oteaba los rostros, con mirada casi perdida, para ver si le estaban oyendo?

¿Acaso era él, aquel hombretón impecablemente ataviado, corbata a rayas atenazando el cuello, el mismo que un día entró en una habitación cualquiera de un hotel cualquiera para decirle a Angelo Dundee, que estaba hablando, Dundee, con “el próximo campeón mundial de todos los pesos”, cuando aún ni siquiera tenía en sus bolsillos la matrícula de boxeador profesional, en una conversación presenciada por Willie Pastrano, para la época monarca semipesado y quien luego preguntaría a Dundee quién era “ése negrito loco que tanto parloteaba”?

¡Demonios! Pero, ¿era en verdad aquella figura de zombi, de muerto en vida, quien una vez dejó con la boca abierta al mundo del deporte, exactamente el 25 de febrero del año 64, al coronarse rey mundial de los pesos completos mientras en una banqueta de la esquina contraria “El Oso Feo” bajaba la cabeza hacia el cuello, humillado por un mozalbete bravucón de apenas 22 años, cumplidos 8 días atrás?

¿Era posible, por Dios, que fuera el hombre que hablaba con voz pastosa, el mismo cuya imagen de arcángel San Gabriel matando al dragón se había asomado a las primeras páginas de todos los diarios del mundo, con el puño cerrado, el rostro crispado, pidiéndole a un Liston dormido y en la lona, que se levantara de ella para seguir castigándole?

¿Era la abeja de punzante, molesto aguijón; era la mariposa que volaba inquieta el hombre sentado allí, y a quien los médicos del Hospital Presbiteriano de Nueva York esperaban para ahondar en los exámenes que había iniciado meses atrás el neurólogo Stanley Fahn, para determinar si era o no el fatal Mal de Parkinson la enfermedad que minaba el organismo de un cuerpo apenas ayer preñado de vitalidad, de fuerza, de alientos?

¿Podía sólo una de aquel grupo de personas que le escuchaba con pena creer que era él, que era Muhammad Ali, el atleta que tuvo la osadía de desafiar al gobierno de su país al rehusar reportarse a filas “porque no tengo nada contra los vietcongs y ellos nada tienen en mi contra. No voy a matar a ningún ser humano”?.

No. No podía ser, esa suerte de marioneta inanimada, el mismo hombre que una vez, al llegar al aeropuerto de Maiquetía, en Venezuela, en el 71, como invitado especial para ofrecer una exhibición, había ratificado que “mi religión es la paz”. Era imposible que fuera quien, después de un retiro de casi tres años, había vuelto a las cuerdas para masacrar a Jerry Quarry en tres asaltos. No podía ser quien, después de caer en una batalla de guerreros espartanos frente a los puños de Joe Frazier, el 8 de marzo del 71, había resurgido de sus cenizas, cual ave fénix, para reconquistar un sitial que “es mío desde siempre.”

¿En cuál rincón del tiempo había desaparecido esa personalidad deslumbrante, avasalladora, que trastrocó todo lo que hasta ahora existía en materia de autopromoción, de venta de la imagen? ¿Dónde estaba aquel que virtualmente ponía de rodillas, a sus pies, a todos los promotores del mundo? ¿Dónde estaba aquel que, con su magia, mutó todas las relaciones existentes hasta ahora entre boxeadores, apoderados y “match-makers”, para terminar con la práctica de las migajas de pan que eran arrojadas a quien exponía el pellejo? ¿Dónde estaba el mítico personaje que hizo mofa de George Foreman en Zaire; que se había recuperado de una fractura a la mandíbula en un pleito salvaje con Ken Norton; el que tiene un nicho seguro entre los inmortales del arte fistiana; el que cayó desvanecido en los brazos de Bundini Brown y de Dundee en Manila, fracciones de segundos después de que su archienemigo, Frazier, había alzado la bandera de rendición en una de las más estrujantes refriegas que recuerde la historia del boxeo moderno, allá en Manila-75?

Probablemente ese hombre que estaba allí, como un animal de circo que saciaba la curiosidad de quienes le escuchaban, había comenzado a esfumarse desde el primer día en que se puso el primer par de guantes como armas para sus manos. Probablemente había comenzado a volatilizarse como ser pensante desde el primer golpe que cayó sobre su cabeza protegida, en los años de amateur. Probablemente su lucidez había abierto las compuertas del amodorramiento con los golpes recibidos de Tunney Hunsaker en Loulsville-60; con los golpes de Alex Miteff; con los golpes de George Logan; con los golpes de Charlie Powell; con los golpes de Jimmy Ellis; con los golpes de Floyd Patterson; con los golpes de Zora Folley; con los golpes de Buster Mathis; con los golpes de… Cientos y cientos de golpes. Miles y miles de golpes. Tantos como un millón y medio de golpes, si damos como válidos los acaso exagerados cálculos del propio Ali, quien declaró haber combatido unos 150.000 rounds en 25 años de acción, con unos 10 impactos recibidos por cada round.

Y un millón y medio de golpes son muchos golpes. Incluso si fueran nada más la mitad de ellos o la cuarta parte de ellos, son demasiados golpes para una cabeza, para un cuerpo, más si se considera que millones y millones de neuronas mueren —el periodista científico Arístides Bastidas nos dijo una vez cuántas, pero no recordamos el número— con cada conexión al cerebro.

Por eso, porque ha caído demasiada agua sobre los puentes. Porque el río se ha salido de cauce y ha regado las riberas. Porque son muchos los huracanes que han azotado. Porque le han cortado las alas. Porque le han cercenado el aguijón. Por todo eso, la mariposa ya no vuela, la abeja ya no pica. Por eso, caiga esta lágrima por Ali.

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